VIVIENDO EN UN MUNDO SIN ORIGINAL
VIVIENDO EN UN MUNDO SIN ORIGINAL
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Por Hugo Alfredo Hinojosa
3 de octubre de 2025
Cuando era niño me divertía viendo mi reflejo multiplicado entre los espejos del vestidor de una tienda departamental donde me compraban los uniformes.
No era aterrador, me desdoblaba en cientos de reflejos que se perdían en ese destino incierto de cristal. Yo, una copia de mí mismo. Quise iniciar esta primera colaboración para “Experiencias” con una aproximación hacia el mundo digital ese donde apenas y vivimos y desde el cual intentaré abordar diversos temas filosóficos, pero dentro de ese mundo. Así que, Jean Baudrillard (1929-2007), fue un filósofo, sociólogo y teórico cultural francés, una de las voces centrales del posmodernismo, lo describo como una suerte de tío que todos quiere a su lado. Bueno, de este pensador retomo el concepto de Simulacra para esta nueva aventura, su libro Simulacros y simulación (1981), desarrolló conceptos como “simulacro” e “hiperrealidad”, advirtiendo sobre un mundo donde la realidad se diluye en representaciones mediáticas y tecnológicas. Partimos de este libro para ir a otras ideas. Comencemos:
Imaginemos que cada mañana, al abrir los ojos, no nos encontramos en la calidez desordenada de nuestra cama, sino en una réplica digital que parpadea con esa precisión de un código binario, como en la llamada “Matrix”. El aroma de tu café no surge de una taza de cerámica agrietada, sino de un icono animado en la pantalla de tu teléfono, mientras tu voz se transforma en un emoji sonriente que responde por ti en chats interminables. El mundo allá afuera [ese torbellino de bocinas furiosas, conversaciones a medias con extraños y lluvias que mojan sin aviso] se condensa en un río inagotable de notificaciones, likes efímeros y reels que prometen vidas perfectas en quince segundos. ¿Es esto existir de verdad? ¿O hemos cruzado inadvertidamente a un territorio donde las sombras han eclipsado la luz, y lo que llamamos “realidad” es solo un eco distorsionado de algo que quizás nunca fue tan sólido como creíamos?
Ahora sí, entra en escena Jean Baudrillard, que por allá por los años ochenta, nos lanzó una advertencia: el mundo ya no es lo que parece, porque la simulación y el simulacro han tejido una red tan densa que hemos olvidado el hilo de lo auténtico. No estamos hablando de una novela de ciencia ficción con robots malvados o realidades virtuales que se rebelan; esto es el pulso mismo de nuestro 2025, donde los algoritmos dictan el clima emocional de tu día y las guerras se declaran en hilos de X antes de que suenen las sirenas. Y justo si no sabes qué opinar de algún tema, no necesitas preocuparte. Los mismos medios de comunicación que consumes te dirán qué decir, pensar, defender o inclusive cómo enemistarte con los demás, con aquellos que aparentemente no piensen como tú.
En esta primera entrega, vamos a desarmar estas ideas de simulación y simulacros como si fuéramos detectives aficionados en una partida de ajedrez cósmico: sin fórmulas enrevesadas, sin citas en latín que nadie entiende, solo una charla honesta que te invite a cuestionar el brillo de tu feed mientras tomas un sorbo de ese café que, quién sabe, quizás ya sea hiperreal. Lo que viene no es mera especulación teórica; es un lente para enfocar el caos que nos envuelve, un mapa improvisado para transitar el desierto de signos donde nos hemos extraviado.
Para adentrarnos en este terreno resbaladizo, empecemos por lo elemental, como si estuviéramos sentados en un bar virtual [uno de esos espacios en Discord donde las voces se distorsionan y las caras son máscaras pixeladas]. Jean Baudrillard, rechazaba las etiquetas cómodas y prefería hacer reventar los globos culturales con agudas observaciones sobre cómo la modernidad nos había vendido el alma a cambio de espejismos. Su obra clave, Simulacra y Simulación, no indaga en trucos de magia ni en alucinaciones inducidas; se centra en las copias, esas réplicas que nacen con la intención de imitar, pero que terminan por traicionar y, en última instancia, por aniquilar lo que pretenden representar.
Un simulacro, en su esencia más cruda, es esa imagen que se hace pasar por el original con tal convicción que nos convence a todos, incluido el que la crea. No es una falsificación burda, como un billete con tinta fresca; es una impostura elegante, un disfraz que se pega a la piel hasta que olvidamos que debajo hay carne vulnerable. Piensa en esa selfie que subes a Instagram después de una hora de edición: no eres tú el que posa bajo luces ideales con una sonrisa ensayada, pero esa versión digital acumula corazones y comentarios que eclipsan cualquier interacción real en la calle. El simulacro no grita su engaño; susurra promesas hasta que el silencio del original se vuelve ensordecedor.
La simulación, por su parte, es el arte oscuro detrás de esta maquinaria: el proceso sistemático mediante el cual generamos mundos artificiales que no solo compiten con lo real, sino que lo superan en eficiencia y atractivo. No se limita a los filtros de belleza o a los videos deepfake que hacen que un actor fallecido recite discursos nuevos; abarca el ecosistema entero de nuestra era digital, desde el GPS que te marca rutas óptimas mientras ignora el atasco emocional de tu mente, hasta los algoritmos de Netflix que anticipan tus antojos narrativos con una precisión quirúrgica, o las monedas virtuales que flotan en blockchains, valiendo fortunas intangibles sin un gramo de metal precioso que las ancle a la tierra.
Baudrillard lo encapsula en una frase que resuena como un mantra perturbador: la simulación produce un real sin raíces ni sustancia, un hiperreal que brilla con más intensidad que el sol de mediodía. En términos de calle, significa que hemos construido un universo de sustitutos tan vívidos que lo tangible [el abrazo torpe, la fruta madura que mancha los dedos, el error humano que enriquece la historia] parece un prototipo defectuoso, listo para el cajón de los olvidados. Para no perdernos en abstracciones, Baudrillard traza una progresión en estas dinámicas, como si fueran peldaños en una escalera que desciende hacia un sótano iluminado por neones falsos. Cada paso marca cómo la copia se emancipa, cómo el signo [esa unidad básica de significado] se aleja de su ancla en lo concreto hasta flotar libre en un vacío propio. No hay que memorizarlos como un catecismo; son más bien estaciones en un viaje que nos obliga a reconocer nuestro propio rostro en el reflejo distorsionado.
En la primera de estas etapas, el simulacro opera como un espejo leal, un reflejo que captura la profundidad de lo que representa sin alterarlo. Es el mapa que dibuja fielmente las curvas de un río, o la crónica periodística que narra un suceso con la crudeza de un testigo ocular: el signo señala directamente hacia la realidad, como una flecha que perfora la niebla. En épocas pasadas, un retrato al óleo de un rey medieval no era mera decoración; era un portal visual que preservaba su majestad en lienzo, un eco platónico de la caverna donde las sombras danzan, pero no mienten. Hoy, los ecos de esta fidelidad persisten en las grabaciones caseras sin pulir del nacimiento de un bebé, o en las fotografías granuladas de un viaje improvisado que capturan el polvo en las botas y el sudor en la frente.
Sin embargo, incluso en esta inocencia relativa, hay una grieta: el signo nunca es la cosa misma, solo su huella efímera, un recordatorio de que la representación siempre conlleva un velo sutil. Pero el velo se espesa en la segunda fase, donde la lealtad se quiebra y el simulacro comienza a torcer la realidad a su antojo, como un cartógrafo que redibuja costas para complacer al patrocinador. Aquí, el signo no se contenta con reflejar; pervierte, enmascara la verdad mientras niega su propia infidelidad. Baudrillard lo ve como una denegación traviesa, un juego donde la copia finge pureza, pero inyecta veneno.
En la posguerra de los años cincuenta del siglo pasado, los anuncios de electrodomésticos pintaban hogares idílicos con madres radiantes y niños impolutos, no para documentar la vida cotidiana, sino para moldearla en un molde consumista que vendía aspiradoras como llaves al paraíso. Avancemos a nuestro presente: en las plataformas de video corto, un creador de contenido se contonea en un paisaje tropical editado con maestría, donde el sol besa pieles perfectas y el viento no despeina. Esa secuencia no miente por completo [existe una isla real, un cuerpo mortal], pero distorsiona tu brújula interna, haciendo que tu rutina cotidiana parezca un borrador indigno. El efecto dominó es predecible: terminas suscribiéndote a un ebook de “secretos para la vida soñada”, invirtiendo en una ilusión que perpetúa la cadena de perversión. No es solo entretenimiento; es una cirugía estética colectiva en la percepción, donde lo ideal se impone como norma y lo humano se convierte en anomalía.
La tercera fase profundiza el engaño, elevándolo a un velo que no solo distorsiona, sino que oculta la vacuidad misma detrás del telón. El simulacro ya no se molesta en pervertir; proclama la ausencia de un original mientras simula su presencia con fervor casi religioso. Es el truco maestro: fingir que hay un tesoro en el cofre vacío para que nadie cuestione su existencia. Baudrillard ilustra esto con el emblema de Disneyland, ese reino de ensueño fabricado que concentra lo fantástico en un enclave acotado, permitiendo que el vasto universo de Estados Unidos y del resto del orbe reclame su “autenticidad” por contraste. Suena paradójico, pero opera como un genio: al confinar lo falso en un parque temático, el mundo real gana un barniz de solidez.
Transpórtalo a 2025, y verás su sombra en los universos paralelos de los metaversos, donde avatares con cuerpos ideales charlan en fiestas etéreas, rodeados de arquitecturas imposibles que desafían la gravedad. Pasas la noche allí, riendo con “compañeros” que podrían ser algoritmos o perfiles desechables, y el simulacro susurra: “aquí late la verdadera comunidad”, velando el eco hueco de tu habitación solitaria. O considera los simuladores de guerra en consolas de última generación: disparas a enemigos virtuales en escenarios hiperdetallados, sintiendo el retroceso en vibraciones hápticas [al tacto], todo para enmascarar la esterilidad de un conflicto moderno donde los misiles guiados por IA eliminan vidas a distancia, sin el olor a pólvora ni el peso de la culpa. En esta capa, la máscara no cubre una herida; tapa un agujero negro donde la realidad se disolvió hace tiempo.
Llegamos al cuarto y más desolador estadio, el reino del simulacro en estado puro, desatado de cualquier atadura a lo concreto. No hay reflejo, ni perversión, ni siquiera una ausencia que disimular: solo el signo, girando en su órbita autosuficiente, un planeta sin sol que genera su propia gravedad. Baudrillard lo bautiza como el hiperrealismo de la simulación, donde los modelos preceden a la carne y dictan sus reglas. Su ejemplo icónico es la Guerra del Golfo de 1991, que no “ocurrió” en el sentido visceral de trincheras y sangre; fue una epopeya televisiva, con pantallas de CNN vomitando imágenes de misiles como fuegos artificiales, más impactantes que el polvo del desierto real.
En nuestro horizonte actual, esto se multiplica en la era de la inteligencia artificial: chatbots que componen sinfonías o ensayos que rivalizan con premios Nobel, vendiéndose como obras maestras sin un alma que las haya parido. O los tokens no fungibles, esas ilustraciones digitales “exclusivas” que se subastan por millones, existiendo solo en espacios invisibles sin un átomo de escasez física y que son por demás un engaño para defraudar a la gente necesitada de generar fortuna económica sin esfuerzo.
En la arena política, las campañas electorales se han convertido en collages de datos y hologramas: un candidato no defiende ideales; proyecta un yo fragmentado en anuncios personalizados, donde deepfakes responden preguntas en foros invisibles y encuestas algorítmicas moldean el discurso antes de que el votante lo oiga. No queda rastro de “democracia real”; solo espectáculos que cosechan clics como votos. Estas fases no forman una línea recta, impecable; se entretejen como raíces y en la vorágine de nuestro siglo habitamos mayoritariamente las tres últimas: un tapiz de vacíos adornados con brillos que nos ciegan.
En el corazón de esta arquitectura late el hiperreal, ese territorio donde las simulaciones no imitan la realidad, sino que la eclipsan con su superioridad implacable. ¿Por qué nos rendimos tan fácilmente? Porque son más pulidas, más adictivas, más seguras en un cosmos de incertidumbres. En los ochenta, Baudrillard diseccionaba la televisión y los centros comerciales como laboratorios de este fenómeno; hoy, lo proyectemos sobre el tapiz digital que nos envuelve como una segunda piel. Las redes sociales emergen como el laboratorio supremo, un panóptico donde la vigilancia mutua se disfraza de libertad. Plataformas como Instagram o TikTok no tejen lazos; tejen ilusiones de proximidad, cuantificando afectos en métricas frías: un corazón por cada gesto de validación, un share que simula eco en la vastedad. Recordemos que nosotros somos el motor y el producto, materia prima, para las empresas que gobiernan dichas redes.
Investigaciones recientes [piensa en informes de 2024 que miden el pulso de la soledad digital] revelan que más del sesenta por ciento de los jóvenes prefiere un emoji reactivo a una llamada telefónica. ¿El motivo? El simulacro amortigua el filo del rechazo: un silencio en el chat duele menos que un portazo en la puerta. Pero el costo es la erosión de lo colectivo; Baudrillard lo diagnosticaría como el colapso de la esfera social, donde las masas se fragmentan en burbujas solitarias, cada una orbitando su propio altar de notificaciones.
En 2025, con economías de suscripción y moda rápida generada por IA aceleran el vértigo: marcas efímeras producen prendas on-demand, simulando infinitud. Cada clic es un voto por el desierto, donde la abundancia es un holograma y la escasez, el precio invisible. La política, ese antiguo arte de lo posible, sucumbe también al hechizo. Revive el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021: no fue mera insurrección; fue un teatro en vivo, amplificado por narrativas conspirativas que Baudrillard habría diseccionado con deleite sádico. Las noticias falsas no siembran duda; cultivan realidades ramificadas, donde un tuit incendiario pesa más que un decreto. Figuras como líderes populistas encarnan el hiperreal: sus arengas no articulan visiones; orquestan shows que devoran atención global, con avatares digitales multiplicando su eco en bucles infinitos. En elecciones venideras, espera campañas donde la IA genera mítines personalizados, y el “voto” se predice en simulaciones que preceden al escrutinio.
No hay ideología pura; solo signos que acumulan poder como arena en dunas movedizas. Si hasta aquí el relato te ha rozado como un dedo frío en la nuca, es porque estos hilos tocan lo cotidiano con saña. ¿Cuánto de tu jornada se disuelve en apps que prometen intimidad sin roces, éxito sin sudor, aventuras sin jet lag? El simulacro no acecha como villano de capa; seduce como amante hábil, resolviendo las fisuras de un mundo fracturado por calentamientos globales, brechas económicas y ecos pandémicos. En un VR inmersivo, eres el héroe invencible; en un perfil curado, todos admiran tu fachada. Pero Baudrillard nos zarandea: esta maquinaria amenaza la frontera entre lo genuino y lo fabricado, entre el pulso real y el imaginario domesticado. Desentrañar el simulacro es aprender a desarmarlo, a interrogar cada pulso digital: ¿este intercambio me ancla en lo vivo, o me arrastra al vacío? ¿Esta historia en mi muro es eco de verdad, o máscara de humo? En las columnas venideras de esta serie, nos sumergiremos en cómo la IA acelera este torbellino, transmutando lo divino en código ejecutable, y exploraremos grietas de resistencia –del arte subversivo a la pausa intencional–. Por ahora, detente en el umbral: cierra los ojos, toca la textura áspera de tu piel, inhala el aire que no se filtra. ¿Sientes el latido? Ese, quizás, sea el último bastión contra el espejismo.
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